
Cuando olvido que también fui estudiante
Publicado el 09/08/2025 00:33 por Admin
Me he equivocado muchas veces con mis estudiantes. A veces olvido que, en más de una ocasión, yo fui ese niño con problemas en casa, que no llegaba en igualdad de condiciones a aprender. Ese niño, de vez en cuando, me reprende y me recuerda mi origen. Tal vez por eso siempre doy otra oportunidad, aunque algunos compañeros me encasillen como “muy permisivo”.
Tal vez soy muy optimista, pero me causa recelo escuchar frases como: “Ese muchacho no sirve para nada”. A mí me lo dijeron, y me marcó.
En mi caso, mi mayor fortaleza fue mi madre. No me permitió amilanarme ante quien me dijo eso y me llevó donde un profesor —el carpintero del barrio, amigo de la familia— que me enseñó matemáticas gratis. Pasé de ser un estudiante muy malo a convertirme en el mejor de la clase y a descubrir un gusto por aprender que conservo hasta hoy. Todo empezó con una motivación negativa: “callarle la boca a esa maestra”.
Pero, ¿a quién engañamos? Los estudiantes de hoy no siempre tienen ese respaldo en casa. Muchas veces reafirman su situación y se rinden. Estamos frente a una generación que nació derrotada, resignada a vivir la vida que les tocó. El lugar donde se nace importa, y mucho. Ese contexto limita los sueños de un niño.
La realidad actual es la de un Estado social de derecho mediocre. Estoy de acuerdo en que el contexto de un estudiante de un pueblo o de un barrio marginal es muy diferente al de uno de un colegio privado; pero ahí es donde fallamos. Programas como el PAE o la matrícula cero existen para eliminar esas brechas.
Sin embargo, la orientación de muchas entidades territoriales responsables de definir las políticas públicas sigue siendo: “promover con lo básico”. No se trata de que un muchacho pierda un año de su vida, pero tampoco de aceptar frases como la que escuché hace poco en una capacitación: “Es que no somos colegios privados, no podemos exigir igual”. Seguramente quienes piensan así tienen a sus hijos en colegios privados o en los públicos “top” de las grandes ciudades, esos que se reservan el derecho de admisión porque dicen no tener cupos.
Esta lógica nos condena a graduar cada año bachilleres que no son críticos, que competirán en el mercado laboral en desventaja y que serán fácilmente manipulables por quienes sí tuvieron acceso a educación de calidad. Y no hablo de volver al modelo conductista que algunos profesores se niegan a dejar, con su autoridad irrestricta y la satisfacción de reprobar por un número arbitrario. Cuando eso pasa, en realidad estamos reprobando nosotros, al fallar en la misión de enseñar.
Adicionalmente, hemos reforzado una teoría del siglo pasado sin evidencia científica: la de las inteligencias múltiples. Bajo esa idea mal entendida, hemos llegado a decir que, si un niño es bueno para las artes, está bien que no aprenda matemáticas. Es cierto que algunos, por genética o por estímulos tempranos, muestran talento y se destacan en ciertas áreas; pero la ciencia actual nos habla de la neuroplasticidad. Está comprobado que cualquier persona puede aprender cualquier cosa, siempre que exista el trabajo, la orientación adecuada y la motivación necesaria.
Sé lo desmotivante que es preparar una clase y enfrentarse a estudiantes que no quieren nada. Me he rendido muchas veces. Pero siempre aparece mi yo de 12 años, el que hubiera querido tener más orientación. Y quizá no fue falta de orientación, sino de foco y atención a lo importante.
A lo anterior sumemos la mala gestión de emociones que tenemos muchos profesores. También hay que entenderlo: algunos crecimos con la famosa frase “la letra con sangre entra”, y ese fue el inicio de varios de nuestros traumas que aún no aceptamos. A veces confundimos fortaleza con la incapacidad de expresar emociones o mostrarnos vulnerables. Por eso nos cargamos y explotamos con quien no debemos.
Nosotros somos los adultos, los guías. Recuerdo que un compañero, cuando el Ministerio anunció la cátedra obligatoria de inteligencia emocional, comentó: “Ojalá envíen psicólogos y no nos acomoden la carga con esos rellenos”. Pensé en responderle, pero no lo hice; no habría estado controlando mis emociones. Hermano, precisamente esa es la idea: que todos los profesores aprendamos y nos capacitemos para orientar a los niños y evitar que los problemas de salud mental en nuestros adolescentes sigan creciendo.
En esta labor he notado que muchos docentes quieren hacer el mínimo esfuerzo, quizá fruto de una frustración que yo mismo he sentido. La diferencia es que me veo reflejado en muchos de esos estudiantes que etiquetan como “problema”. Les he intentado decir, de mil formas, que se puede salir de ahí, que con un poco de fortuna y esfuerzo se logra, y que la llave es la educación y la disciplina.
Me encontré tarde con los libros. Valoré las humanidades después de mucho tiempo. Crecí en un contexto con escaso acceso a cultura o arte; ni internet había en mis tiempos… pero había hambre de aprender. Tuve la fortuna de una madre que siempre creyó en mí, incluso cuando cometí errores. Me inscribió en cuanto curso se ofertaba en el pueblo, y aún le agradezco que me obligara —a veces casi arrastrándome— a llevar una vieja máquina de escribir para las clases de mecanografía, o a asistir a cursos de sistemas sin tener un computador en casa. Le debo mucho a esa mujer.
Entiendo que muchos de mis estudiantes ni siquiera alcanzan a ver a sus padres, porque estos llegan tarde del trabajo. En mi época, mi mamá vivía del rebusque y, en ocasiones, de la ayuda de familiares o amigos. A veces no teníamos ni para cubrir lo básico.
Sin embargo, yo tuve lo más importante: la mentalidad de que estudiando mi vida mejoraría. Muchas veces renegué de mi situación, pero hoy, al mirar atrás, entiendo que tenía que ser así.
Lo que algunos profes no comprenden es que, porque uno haya crecido con ausencias, no significa que todos deban aprender bajo las mismas carencias. El hambre —física y de éxito— es un combustible para seguir adelante. Hoy, en cambio, hay una generación que no siente hambre, orientada por streamers e influencers con nula formación académica, que hacen apología a las drogas y a una vida sin disciplina: ostentosos y pobres de espíritu.
Luchar contra TikTok, Free Fire y el celular es una batalla desigual. Pero es una batalla que, al menos yo, debo seguir dando… por respeto a mi yo de 12 años, ese que no sabía cómo, pero sabía que iba a estudiar y ayudar a su familia.
Porque educar no es solo enseñar lo que sabemos: es creer en lo que otros pueden llegar a ser.